Hace unas semanas, supimos que un gato gris vivía en nuestra nueva casa. La primera vez que lo vimos, nos observaba desde el muro de ladrillo rojo del vecino, midiéndonos con sus enormes ojos claros, como lo que seguramente somos para él: dos intrusos instalados en su pequeño castillo. La señora de la tienda (como toda señora de tienda que se respeta), al preguntarle sobre el animal, nos puso al corriente del asunto. Nos dijo que los antiguos inquilinos habían dejado a su suerte al animal, y que el gatito se la había pasado semanas vagando por el vecindario, comiendo desperdicios, robando comida, hasta que, rendido por el hambre, cedió a los cuidados de doña Miriam, la dueña de la tienda en cuestión. Nino pesó menos de 3 kilos y presentó, como era de suponer, un cuadro de desnutrición severa, según le explicó el veterinario.
Por lo que nos contó, supimos que el gato no tiene residencia fija. Lo hemos visto en las gradas de otras casas y nos hemos cruzado con él en la calle, cuando sacamos a pasear a
Capi. Duerme y come donde se lo permiten. Lo hemos visto echado en la capota de algunos carros y saltando en otros techos junto a otros gatos. Nuestra casa, su casa de origen, parece ser la sucursal más visitada donde puede pasar el rato, acicalarse, comer sin compromiso, pero hasta ahí.
Una de estas noches, lo sorprendimos mientras íbamos entrando a casa con Ruth. Estaba echado en medio del corredor, cerca de nuestra hamaca. Al notarnos, se puso de pie y saltó al muro del vecino. Yo fui al refrigerador a desmenuzar un par de lascas de jamón de pavo y se las dejamos cerquita de donde estaba, en uno de los tantos platos que tiene Capi. A la mañana siguiente, no hallamos el menor rastro ni de Nino ni de la comida.
Amigos Gatólicos nos aconsejan seguir con esa rutina para ganarnos lentamente su confianza. Siempre dejamos un plato con comida cerca de la hamaca, y
Nino, cada día, empieza a tener un acercamiento paulatino. Hace dos noches, nos concedió ¡al fin! el permiso de tocar su cabecita. Aclaro que no soy amante de los gatos, jamás he tenido uno, mucho menos mi esposa, pero tampoco me desagradan.
Capi llegó a nuestra vida
de un modo insospechado, y pensamos que el Universo, a lo mejor, planee obrar del mismo modo con
Nino (¿quién soy yo para contrariar al Universo?).
Esa noche, mientras acariciábamos su cabecita, notamos que tiene la oreja derecha cortada, varios parches en su pelaje (¿cicatrices?) y un ojo más pequeño que el otro, lo que le da un aspecto temible, casi salvaje. Otros achaques saltan a la vista, como evidencias de las malas condiciones que le ha tocado vivir; sin embargo, admito que es una criatura hermosa. Tiene una cola esponjosa con rayas grises que serpentea todo el tiempo y una de sus patas delanteras parece un brazo completamente tatuado (algún día lo tendré así, Dios mediante).
Hasta el momento, no sabemos qué va a pasar con el gatito. Queremos seguir siendo amables con él, alimentarlo todos los días y ganarnos poquito a poco su confianza. Ayer, por ejemplo, le dimos de comer en la sala. Capi ya se acostumbró a su presencia, y los signos de reticencia parece que van mermando. Si el Universo lo permite, planeamos llevarlo al veterinario para que lo bañen, lo desparatisiten y posiblemente lo castren, aunque esto último está en veremos. En el fondo, me gustaría que, con el tiempo, nos reconozca como sus humanos y nosotros a él como nuestro gato.
Escribir esto en mi blog me ayuda a que esa idea comience a allanar camino en alguna parte de mi cerebro.
En este momento, Nino cena en nuestra sala.
Seguimos pendientes.
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