Cosmogénesis del lector o el viaje en paracaídas


La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer

Vicente Huidobro


        Una estudiante se me acercó hace unos meses y me preguntó por qué leía tanto. Me preguntó si no me aburría leer demasiados libros, y que cómo hacía yo para no dormirme. Le dije que me apasiona leer, quizás tanto como a otros los videojuegos, la música o el fútbol. Para mí, leer es una forma de acercarme a lo que me asombra, a lo que me divierte, a lo que me hace sentir cosas. El hecho se repitió un par de veces más ese mismo mes, a través de otros chicos, y eso me hizo pensar en el significado que adquiere la lectura en estos jóvenes: para ellos, leer es un acto de aburrimiento. 

        Eso me empujó a meditar sobre mi cosmogénesis de lector, y a realizar una autoexploración sobre este proceso, sobre la genealogía de mis lecturas, y cómo ellas llegaron a determinar, quizás, mi estilo y la forma de ver y entender la literatura. Piglia lo llamó “la historia de mi relación con el lenguaje”. Yo lo veo algo así como un viaje en paracaídas. 


        Creo que la primera aproximación a la lectura, o al menos a la ficción, fue desde la voz de mi mamá. No estaba seguro de si eran historias inventadas o no las que me contaba algunas noches —se lo pregunté hace poco y me confesó que algunas sí lo eran— pero esos relatos, pese a su sencillez, dejaban una profunda huella de imágenes y sensaciones que me acercaron al mundo del asombro. Como sus protagonistas siempre reaccionaban ante un acontecimiento desafortunado, tuve así, la primera noción de causalidad que posee toda narración. Supongo que haber nacido a la mitad de una guerra, hizo que la lectura fuera otro modo de evadir ese asunto. Para 1991 ya leía El Lobo Pastor, El Gigante, La Codicia, y La Desobediencia en el Silabario que usábamos en la escuela. Nunca me faltaron libros en la casa. Mi tía, que también era maestra, como mi madre, solía regalarnos cuentos infantiles a mi prima Sandra y a mí, además de juegos de mesa y artículos que estimularon de alguna manera nuestra imaginación. La primera vez que fui al teatro fue gracias a ella: el grupo Hamlet presentó Hansel y Gretel en el Teatro Presidente, creo que en 1993, y tuve la oportunidad de ir con ella. 

        De cualquier forma, recuerdo que a mediados de los 90, iniciamos una especie de competencia con mi prima Sandra. El juego consistía en escribir la historia más estúpida, más graciosa, más disparatada e irreverente, donde nuestros personajes soportaran toda clase de situaciones absurdas y bizarras. El chiste era cagarnos de la risa cuando nos leíamos. Para nosotros, escribir se trataba de eso: un juego de fin de semana. Escribíamos para reír, para asombrar, para evadirnos, hasta que nos llegó la pubertad y creo que Caló, OV7 y Amistades Peligrosas hicieron que mandáramos todo a la mierda. 

        No fue hasta 1998, cuando al director de mi escuela se le ocurrió hacer una campaña de lectura durante el mes de junio, que entendí/sentí la lectura de otro modo. No sé por qué escogí El fabricante de lluvias de William Camus. Quizás por su portada, o tal vez por el enigma que guardaba su título. Pertenecía a la serie roja de Barco de Vapor, y fue ese el primer libro que leí completo en mi vida, el primer libro que me atrapó, el primero que me asustó, y el que, al terminarlo, me dejó esa sensación de vacío que sentí después con otros grandes libros al finalizarlos. Por supuesto, otros títulos de Barco de Vapor pasaron por mis manos, pero ninguno me estremeció tanto como el de Camus (sin parentesco con Albert Camus, sí, yo también lo pensé). Luego, vinieron otros libros, como Juventud en éxtasis (¡jein!) y otros de ese estilo que nos dejaban en la clase de Psicología. Sin embargo, no me aburría leerlos porque les agarraba el ritmo, me divertían, me evadía, y para 1999 era ya un lector más o menos formal. Para cuando aterricé en el bachillerato, no me costó leer los títulos que nos asignaba Álvaro Darío Lara en primer año. Además, Álvaro era poeta —lo sigue siendo, y muy bueno—, y era imposible que no nos contagiara de su entusiasmo por los libros. Leí muchas veces por obligación, sí; pero en medio de esa obligación encontré la imaginación, la emoción, y el asombro en las lecturas de bachillerato: tuve la impresión de haber vivido muchas vidas, de haber visitado otros lugares, enfrentado batallas épicas y haber sufrido toda clase de iniquidades. 

        Por esos días, le confesé a uno de mis amigos que quería dedicarme a esto de escribir. Era 2002 y no escribía nada más allá de un descuidado diario personal. Cuando me metí a estudiar Periodismo, y tiempo después, Literatura, me sentí obligado a prepararme más, a leer más, a formarme más. 

        Creo que fue a finales de 2003, que tuve la suerte de ver a Rafael Menjívar Ochoa en una entrevista por canal 10. El programa se llamaba Universo crítico, y lo dirigía un sujeto que ahora escribe libros sobre políticos y cosas parecidas. Pero Rafa, en medio de aquel set, era un sol: hablaba con seriedad sobre un proyecto para la formación de jóvenes escritores, que el espacio se llamaba La Casa del Escritor y que ahí se daban talleres los fines de semana totalmente gratis. Luego, leyó un poema del más joven de los participantes, Gerardo Alas, y finalizó su intervención invitando a que llegáramos a los Planes de Renderos con materiales ya escritos. ¿Cómo no iba a entusiasmarme? ¿Cómo rayos iba a dejar de ir? Estaba por cumplir 19, pasaba leyendo a Márquez, a Vargas Llosa, y ya había perdido en todos los certámenes de cuento que organizaba cada ciclo la carrera de Literatura de mi U. ¿Qué podía perder? Menjívar era una voz autorizada que podría valorar mi trabajo. Hasta el día de hoy, no recuerdo el nombre de aquel primer cuento, pero sí las observaciones que me dio sobre mi trabajo. Me recomendó leer Dublineses, El llano en llamas, leímos juntos Semos malos, y me habló sobre el reír de los niños de un planeta extraño. 
    
        A partir de los 22, hasta más o menos los 32 años, mi vida tuvo una serie de altibajos que no vienen al caso mencionar en esta entrada. En el poco tiempo que estuve en el taller, me hice de cheros con quienes compartimos cosas de este rollo hasta el día de hoy, leí muchos libros más, comencé a escribir pequeñas cosas (lo mencioné en el post anterior), y abrí este blog. 

 II 

        No sabía muy bien lo que quería en mi vida en ese entonces. No tenía la estabilidad que alcancé hasta cuando muchas cosas quedaron en su sitio (comenzando por mí). Hace cinco años, era un educador que escribía de vez en cuando. Hoy escribo tanto que hasta ya me estorba impartir mis clases. 

        La pandemia fue un parteaguas epifánico para mí. A partir de entonces, me pasó algo parecido a lo que le ocurrió a Eduardo Halfon cuando decidió dedicarse a la escritura: comencé a leer de manera desaforada, voraz, anárquica, como si pudiera, así, recuperar los años de poca lectura. Comencé a leer para aprender, para llenarme, con una actitud de descubrimiento ante las estructuras, los estilos, y los recursos de los autores que me emocionaban, como supongo que le sucede a cualquiera que escribe. Leí mucho weird fiction, sobre todo, y autoficción. Comencé a llevar un Diario de Lecturas, y otros diarios que me han permitido sistematizar mis procesos y desarrollar proyectos más personales (en ese sentido van estas palabras). 

        Soy un lector que intenta escribir sobre lo que le gusta y lo que le parece interesante. Estoy aprendiendo, y asumo esto con la actitud que amerita. “Mi oficio es escribir. Es mi obligación, no mi privilegio, ser un buen escritor”, decía Rafael en su último post y ahuevo que es cierto. Creo que mucha gente debería dedicarse a escribir y a leer bien antes de presentarse como grandes escritores en un medio tan reducido y pobre como el centroamericano. Creo que todos deberíamos estar conscientes de nuestro propio canon literario, ser cada vez más exigentes con lo que leemos, y mucho más con lo que escribimos. Creo que las editoriales deberían editar (y editar bien) movidos por la calidad del manuscrito, ante todo. Creo que las autoridades culturales deberían hacer bien su trabajo y colocar en puestos clave a gente que sepa articular todos los esfuerzos literarios que están surgiendo. Se valoran las iniciativas de todo tipo, pues, pero como ya se terminó la caída en este paracaídas, y sólo son dos cantos, antes de que comience a caer mal, voy a dejar este post hasta acá. 

Pero quienes me entienden, me entienden.

P.D. En cuanto al problema de mis estudiantes, acá escribí algo sobre el asunto.

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