Rapsodia 92


Cuento ganador del XV Certamen Literario Conmemorativo a los Mártires de la UCA 2022 publicado en El Escarabajo.


 A la memoria de Gilberto Ramírez

                        
Lo que querría es salvarlo todo,
lo que ha existido alrededor suyo,
salvar su circunstancia.
Annie Ernaux


Mi abuelo murió con los ojos abiertos. Al menos eso fue lo que escuché al día siguiente, cuando nos trasladamos a la funeraria. Mi mamá me vistió con un jean negro y una camisa de igual color que tenía la figura de un venado mirando hacia la derecha, y una vez en el lugar, alguien me contó lo sucedido: el viejo había pasado las tres últimas noches sin pegar un ojo porque temía no volver a despertar. Me gusta pensar que mi abuelo se murió cuando se le dio la gana. Me gusta pensarlo un hombre terco. Supongo también que tendría mucho miedo, como cualquiera que tiene la certeza de que le queda muy poco tiempo por vivir.

En la flor de mi memoria, descubrí que aún guardo algunos recuerdos significativos de mi abuelo. 

Una voz como de armónica oxidada, que sonaba particularmente dura cuando se molestaba con alguien; un entrecejo fruncido, como herida indeleble; y la enorme cicatriz que le recorría desde la boca del estómago hasta el vientre bajo —una serpiente aplastada que le bordeaba el ombligo y se escondía debajo de sus pantalones oscuros y empaletonados—. Seis años antes había perdido uno de sus riñones. Un tumor o un cáncer dijeron. Yo evocaba su riñón ausente mientras veía la panza del viejo deambulando por la casa, sin camisa, o cuando lo contemplaba serruchando en su taller. Durante algunos años, aquella imagen me resultó monstruosa, pero con el tiempo fue volviéndose tan familiar que aún hoy en día, cuando la recuerdo, no puedo evitar un dejo de felicidad.

La vivienda, en el reparto San Fernando de Soyapango, no era muy espaciosa: apenas contaba con dos habitaciones, un patio pequeño con un árbol de granada, y la construcción en el frente que había sido adaptada para instalar un banco de trabajo, dos herramientas para corte, y varios estantes que tapizaban las paredes con martillos, espátulas, clavos y serruchos. En ese reducido espacio elaboró los últimos muebles de su vida. El botiquín que fabricó con un par de tablas largas aún cuelga en el baño de mis padres. Una juguetera y una repisa también son vestigios de su paso por el mundo, nuestro mundo, y un par de fotos de cumpleaños donde aparece en segundo plano, con una camisa de botones, discreto, sonriendo acaso por compromiso. 

Odio no tener ninguna fotografía con él.

Fue durante su velorio que vi una vela de aceite por primera vez en mi vida. El vaso estaba a escasos centímetros del ataúd, bajo la imagen ampliada de su cédula de identidad personal. Creo que me asomé para contemplarla mejor, hipnotizado por el reflejo de la luz en el líquido amarillo, y fue entonces cuando lo vi: tenía la cabeza echada hacia atrás, de sus fosas nasales salían las puntitas de dos rollos de algodón, y estaba pálido, casi tan verde como un vegetal; pero con el rictus inflexible, como contestándole a la muerte. Mi madre se me acercó y dijo algo sobre el daño que producía el ijillo en niños pequeños y me ordenó que no estuviera al lado de la caja. 

Eché un último vistazo: tenía algodones en los oídos también. 

Mi vieja me sacó al jardín. Recuerdo que caminé por el engramado hasta la verja de la funeraria y luego miré hacia el cielo preguntándome qué era el ijillo y por qué habían rellenado al abuelo completamente de algodón. Imaginé a los empleados de la funeraria abriendo al viejo y atiborrándolo como a un enorme peluche de felpa y cociéndolo nuevamente siguiendo el trazo de su cicatriz. Fastidiado, recuerdo haber notado la velocidad de las nubes, su vertiginoso desplazamiento.

En eso, la tía Rosi se me acercó y me dijo que me sentara en la banqueta de hierro, a su lado, que quería platicar con alguien porque el café estaba demasiado fuerte y la había alebrestado más de lo normal. Yo me adelanté y le dije que necesitaba saber qué era el ijillo y ella me contestó, como si se tratara de una tontería: «Es el olor que echan los muertos, niño». Se recompuso en el asiento, sacó un cigarrillo de la cartera y luego de echar un chorro de humo blanco por la nariz, me contó que las otras hijas de mi abuelo llegarían en cualquier momento. ¿Cuáles otras hijas? Yo no lograba entender cómo aquello podía ser posible, hasta que me explicó que eran hijas de un primer matrimonio. Que casi todas ellas llevaban el imborrable nombre de Rosario, contrario a las hijas de mi abuela, que persistían con el nombre de Carmen en su mayoría. Que aquellas hijas, las Rosario, debían ser bien recibidas y que tenían permitido mezclar sus lágrimas con las nuestras. Que antes de ser carpintero, el viejo había sido un molinero muy dado a la bebida, a las supercherías y a las consejas, hasta el día que conoció a mi abuela mientras ella ofrecía pañuelos bordados en uno de los portales del centro de Usulután. 

Y fue con ella que comenzó su segunda vida.

En algún punto de esa etapa sé, por mi madre y mis tías, que migraron hacia la capital porque la jefatura de mantenimiento de la Universidad de El Salvador debía ser asumida por el viejo. Mi madre lo rememora como un viaje de dimensiones épicas, con todos sus malitates sobre un camión con cama de madera a inicios de los 70. Aún recuerda a sus primas despidiéndose con las manos en medio de la calle empedrada cuando el vehículo inició su marcha. Se recuerda a sí misma respondiendo aquel gesto con lágrimas en los ojos, como si se estuviese embarcando hacia aguas profundas, como si estuviese siendo arrancada de su infancia más ignota. «Viajar a San Salvador era como viajar a otro país», me confesó años después, durante un almuerzo de cumpleaños. «San Miguel era un pueblón, donde se podía salir y conocías a medio mundo. San Salvador era distinto». La mayoría de las hijas, durante aquella década, culminarían el bachillerato, conseguirían trabajos modestos, y dos de ellas, incluida mi madre, coronarían una carrera universitaria.

Eran aproximadamente las tres de la tarde cuando alguien nos dijo que debíamos alistarnos para el cortejo fúnebre. Recuerdo que, a esas alturas, el cielo era una sábana oscura y la humedad de la brisa se hacía sentir en los huesos. La tía Rosi, mi madre, mi abuela y mis demás tías, incluidas las Rosario, tomaron su lugar a la cabeza del cortejo. Mi primo Beto, que ya era un muchacho de edad para ese entonces, mi prima Sandra y yo nos colamos en medio de la pequeña multitud de desconocidos—parientes lejanos, amistades y un par de vecinos— que caminaba a paso de tortuga detrás del vehículo que llevaba el ataúd. Beto nos dijo que serían sólo un par de cuadras, pero la marcha era tan lenta que sentí que el tiempo no transcurría de modo lineal sino en forma de ondas expansivas, como si el asfalto se extendiera infinitamente hacia otras dimensiones donde las leyes de la realidad eran tan volátiles como el clima, las nubes y la llovizna que comenzaba a golpearnos cada vez más fuerte en la cara.

Cuando entramos a la Colonia Guadalupe, de pronto, de una de aquellas casas me llegaron las notas de varias voces superpuestas, a capela, que comenzaron a desatornillarme lentamente la razón. Era algo que yo jamás había escuchado en mi vida, salvo en uno u otro canto parecido en alguna película del canal 6, y que quedó fijado para siempre en mi memoria auditiva.

Is this the real life?
Is this just fantasy?
Caught in a landside,
No escape from reality 

Luego, un piano armonizaba con una poderosa voz que arrastraba las palabras de manera sublime, casi llorando. No entendía nada de inglés, pero en mi corazón descifré la desolación que embargaba aquellas  notas, y me pareció —y me lo sigue pareciendo hoy— que aquella melodía coincidía con el desconsuelo que levitaba en ese momento, con el ritmo doloroso hacia el camposanto, con el color del cielo y la llovizna que comenzaba a azotar, y con los ánimos que se cernían en el espíritu de mi niñez.  

Mama, oooh,
Didn’t mean to make you cry,
If I’m not back again this time tomorrow,
Carry on, carry on as if nothing really matters

Le pregunté a Beto, que por aquel entonces sólo escuchaba la Radio Astral, que quién era aquel cantante, y me contestó con esa voz rara, como de pato que le caracterizaba: «Es Freddie Mercury». Y luego añadió, poniéndose la capucha de la chumpa en la cabeza: «Le hicieron un homenaje la semana pasada. Por eso no dejan de pasar esa canción». No sería hasta muchos años después que me enteraría de su muerte ocurrida en noviembre del 91. Que era el vocalista de la mítica banda británica Queen, y cuyo verdadero nombre era Farrokh Bulsara, nacido en el sultanato de Zanzíbar un jueves 05 de septiembre del 1946. Me enteré de esto más o menos la misma fecha en que conocí los talleres de mantenimiento de la UES, jefatura que ostentó el viejo por casi diez años antes de que el rector Félix Ulloa —de estirpe abominada— lo despidiera por negarse a formar parte de las organizaciones revolucionarias a inicios de 1980. 

Pasaron varios minutos. La canción seguía retumbándome en la cabeza. 

A mi prima y a mí nos dejaron a la entrada del cementerio general de Soyapango con el tío Tony, el único hijo varón de mis abuelos, que había llegado con retraso desde el aeropuerto y que no parecía comprometido con el ritual luctuoso. Los adultos no querían que los viéramos llorar, concluí, y me sentí decepcionado por no participar directamente en el entierro. Pero al tío Tony se le miraba tranquilo, como si sus hombros no soportaran ningún pesar. Se puso a contarnos chistes que no nos hacían gracia. Luego, sacó un cigarrillo y lo encendió. «¿Quién de ustedes le cerró los ojos a papá Gilberto?», preguntó a bocajarro y mi prima levantó la mano y contestó que había sido ella. «¿Y cómo fue que le hiciste?», pregunté yo, de metido. «Sólo le cerré los ojos y ya», se limitó a decir y se encogió de hombros. Nadie, ni siquiera la tía Cecilia, quien lo había estado cuidado durante aquella madrugada, había logrado cerrárselos. Desde entonces, mi prima Sandra adquirió para mí un estatus de leyenda.

La lluvia arreció y nos apiñamos debajo del techo de la caseta de vigilancia. El tío nos contaba algo sobre los planes de la nueva vivienda, sobre la nueva casa en la que vivirían la abuela y el primo Beto, porque el esposo de la tía Cecilia los acababa de echar aquella misma tarde, al final del velorio. Y comencé a pesar en la posibilidad real de que nunca más volveríamos a ver la casa de la San Fernando, ni sabríamos más del taller, ni de las herramientas colgantes del abuelo. Fue entonces cuando recordé la última conversación que tuve con el viejo, un par de días atrás, y no fue precisamente una conversación.  

Yo miraba Los Picapiedra a volumen demasiado alto cuando escuché al abuelo llamándome desde el fondo de su cuarto y yo corrí para ver qué era lo que quería. Mi abuela ya me había dicho que le bajara al televisor, pero el viejo me llamó, se incorporó en el lecho, frunció el ceño y me dijo con voz de lija: «El hecho de que yo me vaya a morir no significa que usted va a hacer lo que se le dé la gana». Estaba pálido, delgadísimo, casi sin cabello por la quimioterapia. Yo moví la cabeza afirmativamente y me fui a bajarle el volumen al televisor. No le dije «Abuelo, no diga eso», o «No, abuelito, usted no se va a morir». Sólo moví la cabeza de arriba abajo y regresé corriendo a la sala a seguir viendo Los Picapiedra porque mi mamá llegaría en cualquier momento a recogerme.

Dos días después, el viejo era un bulto metido en un ataúd. 

Me gusta pensar que el término de rapsodia significa «partes ensambladas de una canción» y refiere al fragmento de un poema épico. Una rapsodia puede ser entendida como una manifestación de terquedad para perpetuar la memoria, para salvarnos del olvido, que es también una forma de acabar con la vida.

Me gusta pensarme un hombre terco. Me gusta pensar que, al igual que mi abuelo, yo también le tengo mucho miedo a la muerte.

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