Charla con dos niños limpiaparabrisas


Me topé con ellos en la avenida Olímpica, antes de llegar a la alameda Manuel Enrique Araujo. Se me acercaron para pedirme una moneda y yo aproveché para sacarles un poco de plática mientras esperaba a alguien. Viven en una comunidad que identificaron como la "Barrios", pero son originarios del puerto de La Libertad. El más pequeño estudia tercer grado. El chico de gorra no me dijo nada. A lo mejor pasa todo el día en el semáforo y no está inscrito en ninguna escuela. Tienen que reunir como mínimo $10.00 en una jornada que inicia a eso de las 8:00 a.m. y  no se pueden ir hasta lograrla. Casi siempre lo consiguen.

"Hay gente que no da nada. Otra que sí y nos regalan cosas", me comenta el más pequeño, y le creo. El chico de gorra saca un teléfono y me muestra un par de vídeos que había hecho ese día en la calle.

"Aquí está el muchacho que siempre nos molesta ", me dice, como si yo fuese algún policía. Es un joven más grande. El muchacho los persigue. Les lanza cosas. Me dice que intentó quebrarle el celular.

"¿Y por qué te lo quiso quebrar?", le pregunto y me dice un par de disparates para que le crea. "Es que mire, la verdad, es que nosotros nos burlamos de él", me confiesa y termina por decirme que todos son primos. La familia entera trabaja en aquél semáforo. Sin ese alto, sin ese tráfico, sin esas monedas que los conductores les dan de mala gana, probablemente esa familia estaría en cualquier otra parte, intentando sobrevivir. 

Antes de irme, les digo que soy profesor. Que trabajo en una pequeña escuela y que por ahí tengo un par de juguetes. Les prometo que regresaré la semana entrante para dárselos, y les pido de favor que no se expongan, que tengan cuidado y que sigan estudiando: que solo a través del estudio van a llegar a ser verdaderamente admirables. Pero ya pasaron dos semanas y no los he visto por ninguna parte. El semáforo sigue tan lleno de gente como me lo encontré aquél día, pero de estos dos niños ya nadie ha sabido darme parte.  

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