¿Qué significa ser docente?
Ser docente significa ser un modelo
de persona, a pesar de todo, de nuestra condición como simples mortales. Ser
docente significa tener carisma, ser profesional, tener dedicación y mostrar
paciencia y amor por lo que se hace. Educar es una vocación de amor. No educa
quien no ama lo que hace y quien no ama al que, ciertamente, educa. Todos
podemos educar desde cualquier trinchera, pero muy pocos tenemos la habilidad
de dedicarnos permanentemente a esa labor las 24 horas del día, los 7 días de
la semana. Si usted es de esa gente que piensa que ser docente es fácil y que
"cualquiera lo puede hacer", le invito a que se informe y viva más de
cerca el hecho educativo, que estudie, o que, de ser necesario (de hecho lo
sería) contrate un maestro para averiguarlo.
Tengo apenas 8 años de ser docente, y
a mi cargo he tenido a cientos de estudiantes. No los recuerdo a todos, en
verdad, pero sé que la mayoría han tenido las mismas dolencias, los mismos
sueños y deseos, los mismos problemas e inquietudes. Puedo decir que todos los
estudiantes son casi los mismos. Puedo decir que todos llevan algo de mí, y yo
algo de ellos. Sé que todos merecen las mismas oportunidades, el mismo ánimo a
creer en ellos, el mismo derecho de ser educados con la mayor calidad posible,
independientemente de lo que paguen sus padres, o del tipo de hogar del que
provengan. Siempre he creído que estar en un aula no es un simple trabajo, al
contrario, es una tarea fundamental y trascendental con la que podríamos
remediar algunos de los males de la sociedad salvadoreña.
Educar también es una forma de
justicia. Generalmente recordamos a los maestros que han sido más justos, más
sociables, más estrictos, pero que, dentro de esa misma exigencia, nos han
sabido enseñar con cordura y nos han enseñado a creer que podemos llegar tan
lejos como nosotros queramos. En mi caso, recuerdo con especial cariño al Don Mario Umaña, del Liceo Salvadoreño,
siempre con su voz grave y oscura, con sus ejemplos tan cotidianos y dados al
buen humor. Recuerdo al maestro Ulises
Montoya, de la Escuela San Alfonso, tan atinado en sus observaciones,
presto a escuchar y a aconsejar cuando más uno lo necesitaba. Por supuesto,
también a todos los Hermanos Maristas con los que me eduqué, en especial a
aquel que me negó una oportunidad de acompañamiento vocacional por el simple
hecho de haber tenido novia en aquellos años. Sin ninguno de ellos hubiese
podido formarme y adoptar el actual carisma que hoy comparto. No siempre hemos
sido así, todos somos el resultado de muchos procesos. El proceso educativo,
quiérase o no, trasciende generaciones, cambia vidas, hace la diferencia.
Lamentablemente, leo y escucho a
diario sobre la dignificación docente, sobre los bajos salarios de maestros,
sobre las condiciones precarias en las que muchos nos desenvolvemos. Escucho de
ecuelas privadas donde se tiene una visión mercantilista de la educación, y
donde, uno como docente, es el "obrero profesor", ese trabajador que
se encarga de mantener a los alumnos en orden y presentar notas cada cuanto se
lo soliciten (docente-maquilero). Si bien es cierto, son las autoridades del
MINED las responsables de intervenir en esta realidad (y ese sería tema de otro
artículo), me gustaría reflexionar sobre la actitud que asumen algunos docentes
en estos casos: ¿Está la calidad de mi
trabajo relacionada proporcionalmente con el salario que se me brinda?
Ciertamente, la motivación es fundamental para desarrollar siempre un trabajo
eficaz y efectivo, pero, ¿es el
estudiante el responsable de esto? ¿qué tan justo es para el alumno (la
razón de ser de nuestra profesión) recibir un trabajo "desganado",
injusto de nuestra parte? Si se educa para la vida, para formar mejores
personas, ¿es justo pagar con "la misma moneda" de la desigualdad?, ¿será
el MINED el único responsable por dignificar mi profesión o somos nosotros con
nuestro buen trabajo, con nuestro profesionalismo, con nuestra labor
unificadora y organizativa que debemos luchar para dignificarlo?
Volviendo al tema: al final de
cuentas, el rostro y ejecutor de las políticas educativas de nuestro país somos
nosotros, los docentes. Muy poca gente recuerda quién fue Alberto Buendía
Flores o Cecilia Gallardo de Cano, pero a ninguno se le olvida aquel maestro
que, más allá de reformas educativas, dejó una huella positiva en él y le ayudó
a decidir respecto a su futuro. El reto y orgullo del docente, al final de
todo, es ese: ver a sus antiguos estudiantes convertidos en personas exitosas,
que contribuyen a erigir un mejor país, que, al final de todo, se convierten en
amigos de uno o personas que casualmente uno se los encuentra en la calle o en
los restaurantes y le dicen “Hey, profe, ¿se acuerda de mi? Usted me ayudó a
ser la persona que hoy soy. No se preocupe, yo le invito la cena”.
El escritor e historiador
estadounidense, Henry Brooks Adams, dijo en algún momento:"un profesor
trabaja para la eternidad: nadie puede decir hasta dónde acaba su
influencia." ¿Entendemos cuál es el legado que
estamos dejando? ¿Imaginamos hasta dónde puede llegar nuestra delicada aventura
de enseñar?
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