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El boxeador polaco

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Un cuento de Eduardo Halfón. Un narrador que vale la pena seguir leyendo. 69752 . Que era su número de teléfono. Que lo tenía tatuado allí, sobre su antebrazo izquierdo, para no olvidarlo. Eso me decía mi abuelo. Y eso creí mientras crecía. En los años setenta, los números telefónicos del país eran de cinco dígitos. Yo le decía Oitze, porque él me decía Oitze, que en yiddish significa alguna cursilería. Me gustaba su acento polaco. Me gustaba mojar el meñique (único rasgo físico que le heredé: ese par de meñiques cada día más combados) en su vasito de whisky. Me gustaba pedirle que me hiciera dibujos, aunque en realidad sólo sabía hacer un dibujo, trazado vertiginosamente, siempre idéntico, de un sinuoso y desfigurado sombrero. Me gustaba el color remolacha de la salsa (jrein' en yiddish) que él vertía encima de su bola blanca de pescado (guefiltefish, en yiddish). Me gustaba acompañarle en sus caminatas por el barrio, ese mismo barrio donde alguna noche, en medio de un inmenso ter